La leyenda de
las luces del coche:
Hace aproximadamente dos años, viajando en busca de una ciudad entrerriana, un señor muy amable de una estación de servicios, donde me detuve a cargar combustible y a comer alguna cosa, se acercó escudriñando hacia ambos lados, como verificando si estaba sola. Luego de pedirme permiso caballerescamente, se sentó a mi mesa y me advirtió, casi en un susurro, que no me detuviera, ni hiciera señales de luces a ningún coche solitario y con los faroles apagados que encontrara en la carretera. Me aseguró que mi vida correría peligro si lo hacía.
Hace aproximadamente dos años, viajando en busca de una ciudad entrerriana, un señor muy amable de una estación de servicios, donde me detuve a cargar combustible y a comer alguna cosa, se acercó escudriñando hacia ambos lados, como verificando si estaba sola. Luego de pedirme permiso caballerescamente, se sentó a mi mesa y me advirtió, casi en un susurro, que no me detuviera, ni hiciera señales de luces a ningún coche solitario y con los faroles apagados que encontrara en la carretera. Me aseguró que mi vida correría peligro si lo hacía.
Aboné mi cena a un mozo que me sonreía, dándome a
entender que no hiciera caso de lo que el viejo me había
contado, como que era
un poco loco.
A lo lejos apareció un bosquecillo y sonreí recordando que de niña preguntaba si este también tendría a su Caperucita Roja. Al rebasarlo vi un auto antiguo que avanzaba hacia mí en total oscuridad. Olvidando la advertencia recibida, y casi como un acto reflejo, le hice señas de luces para advertirle que las encendiera. En el mismo momento recordé al viejo de la parada y apreté el acelerador a fondo.
Al salir, el anciano, que estaba junto a mi
coche, puso su mano en mi brazo y agregó un “tenga cuidado”, le aseguré que así
lo haría y emprendí el camino hacia Rosario del Tala.
La noche estaba fresca, cerré los vidrios y puse
un CD de Tarragó Ross, como para ir entrando en clima. Atrás quedaban las luces
de Nogoyá. La ruta 39 aparecía solitaria y tranquila después de la ajetreada
tarde del estío. El campo bullía de luciérnagas y la brisa agradable prometía
un sueño reparador a sus
habitantes.A lo lejos apareció un bosquecillo y sonreí recordando que de niña preguntaba si este también tendría a su Caperucita Roja. Al rebasarlo vi un auto antiguo que avanzaba hacia mí en total oscuridad. Olvidando la advertencia recibida, y casi como un acto reflejo, le hice señas de luces para advertirle que las encendiera. En el mismo momento recordé al viejo de la parada y apreté el acelerador a fondo.
Cuando nos cruzamos pude distinguir cuatro
sombras en su interior. Seguidamente escuché el chirrido de unos frenos y pude
ver, por el espejo retrovisor que el cascajo giraba en una cerrada u.
Con un corazón enloquecido me aferré al volante y
avancé como una saeta devorando kilómetros angustiantes.
Vi señales de estar entrando en una zona suburbana,
un paredón blanco se alzó ante mí y lo
único que recuerdo es el estallido del auto al estrellarse contra el portón de
chapas al que enderecé sin detenerme.
Tabby
17/07/14
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