Escribe Gustavo Fernández A veces me pregunto cuántas veces será necesario repetir la misma aclaración. Y me respondo: todas las necesarias, quizás por siempre cada vez que regrese sobre el tema. Así que, resignado, ahí va: no olvide el lector que aquí hablaré de “Iglesias”, no de “religiones”. Ya sabe usted las diferentes etimologías. Aquello de “religare” (“unirse a sí mismo en Dios”, según los latinos) y “ekklesía”: helenismo para “reunión de hombres”. Es decir, lo institucionalizado). Dedico entonces estas líneas —y, sin duda, otras más esclarecidas que seguirán en el futuro— a reclamar la atención de mis lectores sobre lo demodé, lo poco espiritual y lo disfuncional desde el punto de vista del crecimiento personal de estas organizaciones eclesiásticas. Advierto con certeza que alguien defenderá la inserción social de las mismas, por ejemplo, en lo educacional, en lo contencioso, como estructura orgánica para vehiculizar asistencia a carecientes —si en forma barrial o global, es só
Un sitio para acceder al jugoso y sagrado fruto de la conciencia.